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Mi primer viaje a Yapascua (Parte 1/2)


Esto sonará cliché ya en mis post, pero nuevamente volví a salir tarde de Caracas. Fue inevitable. Era sábado, me desperté, me provocó ir a la playa y en 2 horas organicé un viaje relámpago a la costa carabobeña. Fue una locura, lo sé. No siempre lo hago, pero me ocurre que mientras preparo un viaje con más antelación, el viaje no se me da por una u otra razón.

Arreglé la mochila en tiempo record. Salí a La Bandera y tomé el primer bus con dirección Valencia. El camino transcurrió sin novedad. Eran las tres de la tarde cuando tomé el autobús hasta Puerto Cabello y eran las cuatro de la tarde cuando en el terminal porteño tomé el bus a Patanemo. Me enamoran las carreteras que se trazan paralelas a la costa. Me disfruto la brisa marina y el ruido de las olas. La costa carabobeña me encantó. Cuando llegamos a Gañango, la carretera prácticamente se une con la playa y algunos bañistas saludan a quienes van en el bus.

Sigo manteniendo mi opinión con respecto a la cordialidad de los porteños. El señor que iba a mi lado me preguntó si iba a acampar y amablemente me explicó la ruta hasta Yapascua que inicia en la playa de Patanemo. Aproximadamente a las cuatro y media de la tarde llegué a Patanemo y me dispuse a caminar hasta la playa, ya que el bus no llegaba hasta allá y como suele suceder en el interior del país, el transporte es pésimo.

Cuando caminaba, un motorizado me ofreció la cola y, la verdad es que como no quería caminar, acepté. Me invadió la sensación del ¿Qué carajos estoy haciendo? A fin de cuentas vivo en uno de los países más inseguros del mundo. Se supone que no debo aceptar nada de nadie. Creo que a fin de cuentas viajar quiebra los temores y va creando lazos.

Llegué a la playa, pregunté por el camino de Yapascua y me respondieron “camine por ahí derechito, en el rincón de los pescadores es donde inicia” hice lo que me dijeron y afirmativamente llegué al inicio de todo. Justo después que se pasa el Río Patanemo, al fondo hay una casita de pescadores y varias lanchas que te pueden llevar en menos de 10 minutos a Yapascua; a la izquierda es donde inicia el camino. Al principio es un recorrido al borde de la costa bastante suave. Luego se va adentrando a la montaña y el camino se va haciendo más fuerte. No nos vamos a engañar, el camino es bastante exigente, sobre todo si llevas una gran mochila. Hay muchos trechos, muchos caminos, es bastante confuso si subes por primera vez.

El miedo se apoderó de mí mientras estuve perdido por media hora, sobre todo porque ya se acercaba la hora del ocaso y hubiese sido una pesadilla que me agarrase la oscuridad en la montaña. Hay como lagunas secas, semejantes a la laguna de la Bocaína, que parecen sacadas del cuadro La Naturaleza Muerta. Varias personas se han perdido también al igual que yo, puesto que las huellas en los humedales revelan pasos de ida y de vuelta, caminando en círculos.

Retrocedí un buen pedazo de lo que había caminado y me adentre hacia otro sendero por donde también había huellas y algo me decía que por allí sí era. Lo comprobé solo 40 minutos después cuando llegué a un punto alto desde donde se podía ver la ensenada. Fue ver la gloria. Ya eran las cinco y media de la tarde. Aún faltaba camino pero ya podía estar seguro de que iba en el sentido correcto.

A partir del punto anterior casi todo el camino es en descenso. Las canciones de Laura Guevara me acompañaron en el camino hasta que por fin llegue a la ensenada. Había bastantes campistas, un grupo numeroso de zulianos, de esos que se conocen apenas se ven, un grupo de Protección Civil y otro grupo de estudiantes de biología que el destino me llevaría a conocer más tarde en una parada de bus.

Armé mi carpa, fue menos tedioso de lo que imaginé. La brisa no pega tan fuerte en la ensenada. Ya la noche estaba cayendo y a lo lejos empezó a divisarse una enorme luna llena que parece perseguirme en mis viajes de playa. Dejé todo en la carpa, me cambié y me metí de una, sin esperar, a la ensenada. Es poca profunda quizás un metro en su punto más profundo. Me senté sólo a bañarme y a contemplar la luna. De vez en cuando podía ver algún destello azul. ¡Era el efecto de luminiscencia! Aunque realmente lo comprendí después.

La luna, aunque espectacular en todo el sentido de la palabra, intimidó el brillo de la luminiscencia y no se pudo apreciar en todo su esplendor. Después del baño leía sobre “El Misterio del Tren Azul”. Un grupo de personas hablaba frente a mi carpa sobre las constelaciones y sobre como ubicarse gracias a las estrellas. Varias fogatas se encendían y yo lo último que recuerdo de ese día es haberme quedado dormido mirando el Cinturón de Orión.




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