Por primera vez en 25 años pareciera ser que mi país, Venezuela, tiene una oportunidad real de lograr un cambio de gobierno por la vía democrática del voto. Sin embargo, intento no emocionarme y mantener mi esperanza al mínimo. La desesperanza aprendida y la indefensa adquirida ya son parte de mi mecanismo de defensa para enfrentar la realidad de mi país. Hemos pasado demasiadas cosas en los últimos años. No quiero ilusionarme en vano. En mi país, tenemos una relación complicada con las elecciones. Conscientemente, unos días antes de las elecciones me abastecí de alimento, porque uno nunca sabe qué pueda ocurrir, y si algo ocurre lo mejor es que te agarre con alimento en casa. En Catia, el barrio donde vivo, se escucha “compren velas, por si acaso”. Todo parece estar normal, sin embargo, tengo una semana que no logro dormir más de 4 horas en la noche. La ansiedad toma mi cuerpo y trato de poner en práctica todas las herramientas que conozco para gestionarla. Un dolor de cabeza aparec
Esto
sonará cliché ya en mis post, pero nuevamente volví a salir tarde de Caracas.
Fue inevitable. Era sábado, me desperté, me provocó ir a la playa y en 2 horas
organicé un viaje relámpago a la costa carabobeña. Fue una locura, lo sé. No
siempre lo hago, pero me ocurre que mientras preparo un viaje con más
antelación, el viaje no se me da por una u otra razón.
Arreglé
la mochila en tiempo record. Salí a La Bandera y tomé el primer bus con
dirección Valencia. El camino transcurrió sin novedad. Eran las tres de la
tarde cuando tomé el autobús hasta Puerto Cabello y eran las cuatro de la tarde
cuando en el terminal porteño tomé el bus a Patanemo. Me enamoran las
carreteras que se trazan paralelas a la costa. Me disfruto la brisa marina y el
ruido de las olas. La costa carabobeña me encantó. Cuando llegamos a Gañango,
la carretera prácticamente se une con la playa y algunos bañistas saludan a
quienes van en el bus.
Sigo
manteniendo mi opinión con respecto a la cordialidad de los porteños. El señor
que iba a mi lado me preguntó si iba a acampar y amablemente me explicó la ruta
hasta Yapascua que inicia en la playa de Patanemo. Aproximadamente a las cuatro
y media de la tarde llegué a Patanemo y me dispuse a caminar hasta la playa, ya
que el bus no llegaba hasta allá y como suele suceder en el interior del país,
el transporte es pésimo.
Cuando
caminaba, un motorizado me ofreció la cola y, la verdad es que como no quería
caminar, acepté. Me invadió la sensación del ¿Qué carajos estoy haciendo? A fin
de cuentas vivo en uno de los países más inseguros del mundo. Se supone que no
debo aceptar nada de nadie. Creo que a fin de cuentas viajar quiebra los
temores y va creando lazos.
Llegué
a la playa, pregunté por el camino de Yapascua y me respondieron “camine por ahí derechito, en el rincón de
los pescadores es donde inicia” hice lo que me dijeron y afirmativamente
llegué al inicio de todo. Justo después que se pasa el Río Patanemo, al fondo
hay una casita de pescadores y varias lanchas que te pueden llevar en menos de
10 minutos a Yapascua; a la izquierda es donde inicia el camino. Al principio
es un recorrido al borde de la costa bastante suave. Luego se va adentrando a
la montaña y el camino se va haciendo más fuerte. No nos vamos a engañar, el
camino es bastante exigente, sobre todo si llevas una gran mochila. Hay muchos
trechos, muchos caminos, es bastante confuso si subes por primera vez.
El
miedo se apoderó de mí mientras estuve perdido por media hora, sobre todo
porque ya se acercaba la hora del ocaso y hubiese sido una pesadilla que me
agarrase la oscuridad en la montaña. Hay como lagunas secas, semejantes a la
laguna de la Bocaína, que parecen sacadas del cuadro La Naturaleza Muerta.
Varias personas se han perdido también al igual que yo, puesto que las huellas
en los humedales revelan pasos de ida y de vuelta, caminando en círculos.
Retrocedí
un buen pedazo de lo que había caminado y me adentre hacia otro sendero por
donde también había huellas y algo me decía que por allí sí era. Lo comprobé
solo 40 minutos después cuando llegué a un punto alto desde donde se podía ver
la ensenada. Fue ver la gloria. Ya eran las cinco y media de la tarde. Aún
faltaba camino pero ya podía estar seguro de que iba en el sentido correcto.
A
partir del punto anterior casi todo el camino es en descenso. Las canciones de
Laura Guevara me acompañaron en el camino hasta que por fin llegue a la
ensenada. Había bastantes campistas, un grupo numeroso de zulianos, de esos que
se conocen apenas se ven, un grupo de Protección Civil y otro grupo de
estudiantes de biología que el destino me llevaría a conocer más tarde en una
parada de bus.
Armé
mi carpa, fue menos tedioso de lo que imaginé. La brisa no pega tan fuerte en
la ensenada. Ya la noche estaba cayendo y a lo lejos empezó a divisarse una
enorme luna llena que parece perseguirme en mis viajes de playa. Dejé todo en
la carpa, me cambié y me metí de una, sin esperar, a la ensenada. Es poca
profunda quizás un metro en su punto más profundo. Me senté sólo a bañarme y a
contemplar la luna. De vez en cuando podía ver algún destello azul. ¡Era el
efecto de luminiscencia! Aunque realmente lo comprendí después.
La
luna, aunque espectacular en todo el sentido de la palabra, intimidó el brillo
de la luminiscencia y no se pudo apreciar en todo su esplendor. Después del
baño leía sobre “El Misterio del Tren Azul”.
Un grupo de personas hablaba frente a mi carpa sobre las constelaciones y sobre
como ubicarse gracias a las estrellas. Varias fogatas se encendían y yo lo
último que recuerdo de ese día es haberme quedado dormido mirando el Cinturón
de Orión.
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